Hoy quisiera iniciar la última catequesis sobre nuestra profesión de fe, tratando la afirmación «Creo en la vida eterna». En particular me detengo en el juicio final. ¡No tengáis miedo! Escuchemos lo que dice la Palabra de Dios.
Al respecto, leemos
en el evangelio de Mateo: Entonces Cristo «vendrá en su gloria, con todos sus
ángeles… Y todas las gentes se reunirán delante de él, y él separará a unos de
otros, como separa el pastor las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su
derecha, y las cabras a su izquierda… Aquéllos irán al castigo eterno, y los
justos a la vida eterna» (Mt 25,31-33.46).
Cuando pensamos en el
regreso de Cristo y en su juicio final, que manifestará, hasta sus últimas
consecuencias, el bien que cada uno habrá realizado o habrá dejado de realizar
durante su vida terrena, percibimos que nos encontramos ante un misterio que
nos supera, que no conseguimos ni siquiera imaginar. Un misterio que casi
instintivamente suscita en nosotros una sensación de miedo, y quizás también de
trepidación. Pero si reflexionamos bien sobre esta realidad, esta sólo puede
agrandar el corazón de un cristiano y ser un gran motivo de consuelo y
confianza.
A este propósito, el
testimonio de las primeras comunidades cristianas resuena muy sugerente. Estas
solían acompañar las celebraciones y las oraciones con la aclamación Maranathá,
una expresión constituida por dos palabras arameas que, según cómo sean
pronunciadas, se pueden entender como una súplica: «¡Ven, Señor!», o como una
certeza alimentada por la fe: «Sí, el Señor viene, el Señor está cerca». Es la
exclamación con la que culmina toda la Revelación cristiana, al final de la
maravillosa contemplación que se nos ofrece en el Apocalipsis de Juan (cfr Ap
22,20). En ese caso, es la Iglesia-esposa que, en nombre de la humanidad, de
toda la humanidad, y en cuanto su primicia, se dirige a Cristo, su esposo,
deseando ser envuelta por su abrazo; un abrazo, el abrazo de Jesús, que es
plenitud de vida y de amor.
Si pensamos en el
juicio en esta perspectiva, todo miedo disminuye y deja espacio a la esperanza
y a una profunda alegría: será precisamente el momento en el que seremos
juzgados. Preparados para ser revestidos de la gloria de Cristo, como de una
vestidura nupcial, y ser conducidos al banquete, imagen de la plena y
definitiva comunión con Dios.
Un segundo motivo de
confianza se nos ofrece por la constatación de que, en el momento del juicio,
no se nos dejará solos. Jesús mismo, en el evangelio de Mateo, es quien
preanuncia cómo, al final de los tiempos, aquellos que le hayan seguido tomarán
asiento en su gloria, para juzgar junto a él (cfr Mt 19,28). El apóstol Pablo
después, escribiendo a la comunidad de Corinto, afirma: «¿No sabéis que los
santos juzgarán al mundo? ¡Cuánto más las cosas de esta vida!» (1 Cor 6,2-3).
¡Qué hermoso saber
que en esa coyuntura, además de contar con Cristo, nuestro Paráclito, nuestro
Abogado ante el Padre (cfr 1 Jn 2,1), podremos contar con la intercesión y la
benevolencia de tantos hermanos y hermanas nuestros más grandes que nos han
precedido en el camino de la fe, que han ofrecido su vida por nosotros y que
siguen amándonos de forma indecible! Los santos ya viven en la presencia de
Dios, en el esplendor de su gloria orando por nosotros que aún vivimos en la
tierra. ¡Cuánto consuelo suscita en nuestro corazón esta certeza! La Iglesia es
verdaderamente una madre y, como una mamá, busca el bien de sus hijos, sobre
todo de los más alejados y afligidos, hasta que encuentre su plenitud en el
cuerpo glorioso de Cristo con todos sus miembros.
Una última sugerencia
se nos ofrece en el Evangelio de Juan, donde se afirma explícitamente que «Dios
no ha mandado el Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo
se salve por medio de él. Quien cree en él no está condenado; pero quien no
cree ya está condenado, porque no ha creído en el Hijo único de Dios» (Jn
3,17-18). Esto significa entonces que ese juicio, el juicio ya está en marcha,
empieza ahora, en el transcurso de nuestra existencia.
Este juicio es
pronunciado en cada instante de la vida, como respuesta de nuestra acogida con
fe de la salvación presente y operante en Cristo, o bien de nuestra
incredulidad, con la consiguiente cerrazón en nosotros mismos. Pero si nos
cerramos al amor de Jesús, somos nosotros mismos los que nos condenamos, somos
condenados por nosotros mismos. La salvación es abrirnos a Jesús y él nos
salva.
Y si somos pecadores,
todos somos pecadores, todos lo somos, todos, y pedimos perdón, y vamos con el
deseo de ser buenos, el Señor nos perdona, pero para esto debemos abrirnos,
abrirnos al amor de Jesús, que es más fuerte que todas las demás cosas, el amor
de Jesús es grande. El amor de Jesús es misericordioso, el amor de Jesús
perdona, pero debes abrirte, y abrirse significa arrepentirse, lamentarse de
las cosas que hemos hecho que no son buenas.
El Señor Jesús se ha
donado y sigue donándose a nosotros, para llenarnos de toda la misericordia y
la gracia del Padre. Somos nosotros, por tanto, los que podemos convertirnos en
cierto sentido en jueces de nosotros mismos, auto condenándonos a la exclusión
de la comunión con Dios y con los hermanos, con la profunda soledad y tristeza
que esto produce. No nos cansemos, por tanto, de vigilar nuestros pensamientos
y nuestras actitudes, para pregustar desde ahora el calor y el esplendor del
rostro de Dios.
Será bellísimo ese
Dios que en la vida eterna contemplaremos en toda su plenitud. ¡Adelante!
Pensando en ese juicio que comienza ahora, que ya ha empezado. ¡Adelante!
Haciendo que nuestro corazón esté abierto a Jesús y a su salvación, y
¡Adelante! Sin tener miedo, porque el amor de Jesús es más grande, y si nosotros
pedimos perdón por nuestros pecados él nos perdona. Jesús es así. ¡Adelante con
esta certeza, que nos llevará a la gloria del cielo! Gracias.
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